Vivir (o sobrevivir) en tiempos violentos (Parte I)
Era el final de una larga jornada de ruta y César y yo nos encontrábamos de muy buen ánimo en el balcón de un restaurante frente a la catedral de Zacatecas, disfrutando de unas cervezas y unas deliciosas hamburguesas que tenían un especiado sabor a curry. Durante las semanas anteriores había estado muy atento a los reportes de violencia que venían de esta zona. Sobre todo, a las malas noticias que llegaban desde los pueblos mágicos de Jerez y Guadalupe, los cuales habíamos visitado unas horas antes sin que afortunadamente se nos presentara ningún problema. Dados los buenos resultados, mi nivel de tensión había disminuido drásticamente.
De hecho, Zacatecas nos mostraba una cara diferente a la percibida desde lejos a través de las noticias. Al llegar al centro de la ciudad, la plaza estaba llena de parroquianos y turistas. Tuvimos la suerte de arribar en el momento en el que una pareja de novios y sus invitados bailaban alegremente frente a la catedral al término de la ceremonia religiosa, acompañados de una banda de músicos y dos enormes botargas que los parodiaban. Al mismo tiempo, los operadores de tours hacían labor de venta entre los visitantes para los recorridos nocturnos. Es decir, a pesar de los grandes problemas de violencia que vive el estado, los novios, sus invitados, los parroquianos, los turistas y los comerciantes no parecían estar enterados de las noticias y ese sábado seguían adelante con sus vidas.
De hecho, en este segundo día de la ruta las cosas fluyeron más que en el día anterior. Las personas en Zacatecas se veían más tranquilas y menos a la defensiva que en las ciudades del centro del país. Como en Lagos de Moreno, donde los habitantes realmente no querían ser abordados y ante cualquier pregunta de nuestra parte seguían de largo con paso apurado y sin contestarnos. O como en la autopista México-Querétaro —la vía más importante del país y a menos de cien kilómetros de la Ciudad de México—, donde nos encontramos un auto accidentado porque unos malditos colocaron unas piedras sobre la vía para asaltar a los ocupantes, atentando contra la vida de la familia que viajaba adentro y arruinándoles el auto.
A pesar de todo la estábamos pasando bien. En parte porque no estábamos de forma improvisada en el centro-norte del país. Todos los puntos de paso (way points) y el itinerario de la ruta fueron planeados a detalle para evitar problemas. De hecho, en estos tiempos difíciles, viajamos siguiendo estas cuatro reglas de seguridad:
- Llegar al destino final antes de las cinco de la tarde
- Pernoctar sólo en ciudades grandes
- Utilizar hoteles clase negocios en lugar de los turísticos
- Permanecer sólo el tiempo indispensable en los pueblos que se conocen como “plazas calientes”
De esta manera, en dos días habíamos visitado los pueblos mágicos de Jalpa de Cánovas, Lagos de Moreno y Nochistlán, caracterizados por la diversidad de sus actividades culturales e industria artesanal vinculada a la agricultura y ganadería del Bajío; continuamos a Calvillo, en la antesala de la región árida del centro-norte; y después pasamos una divertida noche en Aguascalientes, antes de continuar hacia San José de Gracia, en donde visitamos el famoso y monumental Cristo Roto. De ahí seguimos hacia los áridos pero hermosos pueblos mineros de Asientos y Pinos, para finalizar en la periferia de Zacatecas con Guadalupe, pueblo conurbado con la capital del estado, antes de aventurarnos de forma rápida por el violento y temido Jerez, ubicado en las faldas de la sierra que lleva el mismo nombre. De acuerdo con los lugareños con los que platicamos, la región aledaña es 100% insegura para quienes la exploran en solitario, lo que es una enorme desgracia dada la belleza inigualable de lugares en la montaña como Los Cardos, el cual por razones obvias decidimos ya no visitar.
Salvo lo extremadamente quieto que encontramos a Jalpa de Cánovas y el evasivo trato que recibimos de la gente en Lagos de Moreno, en todos los demás pueblos —incluido Jerez, donde se celebraba una concurrida cabalgata—, la gente se veía tratando de hacer su vida normal. En Calvillo fue maravilloso conocer a dos pequeños e insurrectos ciclistas, quienes se acercaron a preguntarnos sobre nuestras motos, al mismo tiempo que nos presumían las acrobacias que saben hacer con un par de bicicletas demasiado grandes para ellos. También nos contaron en confianza —de rebelde a rebelde— sobre las aventuras que viven en su cotidiana confrontación con los policías municipales, quienes los persiguen y tratan de quitarles las bicis porque “no los quieren echando brincos en la plaza”.
Por la mañana partimos de Zacatecas en dirección a Fresnillo, también con pésima reputación en esta época, para llegar más tarde al bello y árido Sombrerete, y después alcanzar Nombre de Dios en Durango, donde realmente nos costó trabajo encontrar un lugar “icónico” del pueblo para documentar la foto del reto. A partir de ahí, hicimos camino hacia Mazatlán por la autopista en la que se encuentra el puente Baluarte —durante varios años el más alto de su tipo en el mundo—.
A pesar de que para muchos motociclistas la carretera federal (libre de peaje) Durango-Mazatlán, también conocida como “Espinazo del Diablo”, es una de las más emblemáticas del país y por lo mismo un sitio de peregrinación motera, en esta ocasión mi afición por los grandes puentes fue más fuerte que la que tengo por las curvas y escogimos la carretera de cuota. Además, mientras cargábamos gasolina en la última intersección en la que uno se puede desviar hacia el Espinazo del Diablo, coincidimos con unos motociclistas, quienes nos hicieron la plática e intentaron convencernos de rodar por la vía libre. Pero algo no checaba. Aunque tenían motos similares a las nuestras, por lo menos uno de ellos estaba armado y otro portaba una radio de policía. A César desde el primer momento no le latieron nada. Nunca había visto a mi amigo de naturaleza abierta y afable tratar a alguien con tanta distancia y reserva. Estaba igual que un pitbull que tensa el cuerpo, pone cara seria, entrecierra los ojos y sigue fijamente con la cabeza y los ojos al objetivo que le molesta. Declinamos tranquila y firmemente la persistente invitación para desviarnos hacia la carretera libre y allí quedó el asunto.
La autopista de cuota no nos defraudó. Probablemente es la obra de infraestructura carretera más impresionante que tiene México. Además del Baluarte y otros grandes puentes, cuenta con decenas de túneles, varios de ellos kilométricos, por los cuales el motorista cruza lo que también es uno de los paisajes orográficamente más difíciles del país. Definitivamente vale mucho la pena hacer este recorrido, tan sólo por conocer esta carretera y sus paisajes.
Gracias a la autopista, llegamos pronto a Mazatlán. Aprovechamos el día contratando uno de los famosos taxis turísticos descapotados que se conocen como “pulmonías” e hicimos un largo recorrido que nos llevó a conocer: el malecón y el faro —una caminata no muy larga pero sí intensa, porque requiere ascender 157 metros desde la playa hasta la cima—; el centro y los diferentes barrios históricos de la ciudad. Lo chusco del recorrido fue que, para desgracia de César, conforme avanzábamos por las diferentes zonas de la ciudad, nos fuimos encontrando a los motociclistas de la gasolinera de Durango, al grado de que como la gente que pasa demasiado tiempo con extraños en un elevador lento fue ineludible conversar un poco con ellos sobre el viaje del día, pero cada vez a César le cambiaba el rostro y de inmediato retomaba su postura de pitbull en alerta.
Al ir de una zona a otra fue inevitable pasar frente al condominio Miramar —lugar en el que vivía y fue capturado por última vez el Chapo Guzmán—, por eso la conversación con nuestro guía pronto giró hacia el tema de la seguridad. “¿Y cómo están las cosas?”, preguntamos. “No están mal, pero la verdad es que estaban mejor cuando el Chapo vivía aquí, mantenía a todos a raya”, dijo nuestro guía con cierto aire de nostalgia. En ese momento no sabía el peso que este comentario cobraría para mí en las siguientes semanas. Simplemente era una más de las muchas cosas que uno escucha cuando sale a tomarle el pulso al mundo.
Sin duda Mazatlán es un gran lugar para quienes somos del Altiplano y no hemos frecuentado lo suficiente el norte del país. Es un destino en el que vale mucho la pena pasar varios días. Aunque es una ciudad y no forma parte del reto de los pueblos mágicos, fue el destino con más magia turística de todo lo que visitamos en esos días.
El plan inicial de esta ruta contemplaba quedarnos un día más en la zona del Pacífico y de camino al sur visitar El Rosario en Sinaloa y Mexcaltitán y San Blas en el estado Nayarit. En este último pasaríamos la noche para comenzar el regreso a casa por la ruta de Guadalajara. Antes del viaje mi mujer me había recomendado dividirlo en más días para no agotar a mi compañero de ruta. Aunque César y yo ya habíamos hecho algunos viajes juntos, ésta era la primera vez que hacíamos uno de este tipo. Mi sorpresa fue ver que le gusta estar sobre la moto tanto como se puede y aceptó sin chistar hacer dos días del viaje original en uno solo. Lo que significó hacer en una jornada los dos pueblos mágicos del Pacífico que faltaban, ir a Guadalajara, visitar Teúl —de nuevo en la zona roja del estado de Zacatecas— y regresar a Guadalajara a pasar la noche antes de volver a casa al día siguiente.
El Rosario no tuvo ninguna complicación, está de paso casi al pie de la autopista del Pacífico. Mexcaltitán —lugar al que se le atribuye ser la mítica Aztlán, desde donde salieron los aguerridos aztecas para conquistar Mesoamérica y convertirse en el último de los grandes imperios prehispánicos— resultó otra historia. A pesar de que el territorio de Nayarit es en su mayor parte plano y está bien conectado, el acceso al pueblo fue laberíntico, porque tuvimos que rodear una gran zona pantanosa. En general, la región parece ser de vocación agrícola, pero se nota que algo malo pasa ahí. A la entrada de los pueblos y en los cruces de caminos hay una vigilancia constante por parte de personas vestidas de civil montadas en vehículos sin placas. Cosa que hace suponer que en su mayor parte son vigías o “halcones” del crimen organizado.
Después de acumular tantos kilómetros de ruta, mi indicador personal sobre la situación de seguridad/inseguridad en una zona tiene que ver con dos cosas: la primera es la desconfianza de los lugareños en su interacción con extraños como nosotros y lo segundo es la cantidad y la visibilidad de halcones en los accesos a los pueblos y las carreteras. En este viaje las zonas en las que me pareció que hubo más peligro fueron el pueblo de Jerez en Zacatecas, el estado de Nayarit en general y Lagos de Moreno en Jalisco. No sobra decir que la presencia impune de los halcones, en cualquiera que sea el lugar, significa la total ausencia de cuerpos de seguridad y la inexistencia del Estado.
Más tarde, al pasar una caseta en dirección a Guadalajara y sin darme cuenta, comencé a acelerar a la par de una camioneta que tenía los cristales polarizados; César se quedó parado y me urgió por el intercomunicador a detenerme y dejar que hiciera distancia con nosotros. Por alguna razón que desconozco, mi compañero de ruta sabe algunos de los códigos y signos —invisibles para la mayoría de nosotros— que delatan a los malandros que viajan por los caminos. En relación con la camioneta misteriosa, César me explicó que, además de los vidrios totalmente opacos, la camioneta también tenía un par de discretas pegatinas vinculadas al culto y las creencias místicas de los narcotraficantes más peligrosos.
Un par de horas después, entramos a Guadalajara y comenzamos a cruzar un embotellamiento tremendo hacia el norte de la ciudad para encontrar la carretera que llega a Teúl. Durante muchos años mis parientes tapatíos se vanagloriaban de lo fácil que era ir en auto de un lugar a otro de la “Perla de Occidente”, pero mis visitas recientes me dicen que los embotellamientos ahí probablemente son iguales o peores que los de la Ciudad de México. Luego de batallar una hora en el tráfico, finalmente alcanzamos la carretera federal 23 y comenzamos a avanzar de nuevo hacia el norte por el tramo que representaba la incógnita más grande de esta ruta. A pesar de que uno puede llegar desde Guadalajara a Jerez y luego a Zacatecas por este camino, esto significa cruzar completa la región más peligrosa de Zacatecas. Por eso tracé la ruta bajo la lógica de que era más seguro entrar y salir a Jerez desde Zacatecas por el norte y a Teúl desde Guadalajara por el sur, ya que este último está más cerca de Jalisco.
Aunque esta carretera es la conexión más directa entre las dos capitales (Guadalajara y Zacatecas), ese día circulaban pocos autos y camiones por ahí, de modo que pudimos divertirnos enormemente con el sinuoso trazado del camino, el cual primero nos llevó por las barrancas entre las que fluye el río Santiago y luego a través de espectaculares mesetas cubiertas de pastos dorados. Pronto este tramo, que pudo ser el más peligroso del recorrido, se convirtió en el que más disfrutamos. Además de que es de lo mejor que uno puede esperar para un viaje en moto: buena parte del pavimento acababa de ser renovado con una obra de muy buena calidad, por lo que, por primera vez en miles de kilómetros, teníamos adherencia total al camino y no dudamos en aprovecharla al máximo.
Teúl es un pueblo muy bonito y tranquilo, en esta sección de la ruta no vimos “halcones” y las personas tenían mucha apertura y buena disposición hacia los fuereños. Era media tarde y sólo nos faltaban 130 kilómetros para regresar a Guadalajara. Mientras César se relajaba en la plaza principal, sentado en una banqueta a la sombra de los edificios, disfrutando una paleta helada y probablemente pensando en que lo que faltaba para terminar este complicado día ya era cosa de nada, no tardé en interrumpirle su momento de relajación y le dije: “Creo que si nos apuramos llegamos a la Ciudad de México antes de que acabe el día”. Pobre, como sabe que a veces se me ocurre hacer cosas así, en instantes su cara reflejó varias emociones. Desde total incredulidad, pensando que era broma, hasta el entusiasmo de ser un guerrero del camino y realmente hacerlo; además de preocupación por el esfuerzo físico y mental que representaría rodar 700 kilómetros más cuando ya teníamos a cuestas la misma cantidad (700) y habían sido muy pesados. En realidad, por horas estuve pensando cómo lograrlo y hubiera sido épico en términos de los viajes de larga distancia que hemos hecho; pero lo que nos detuvo fue pensar que ahora las autopistas más importantes, como la que necesitábamos transitar desde Guadalajara hacia Atlacomulco, por las noches se convierten en propiedad de los delincuentes, quienes colocan piedras para detener a los vehículos, luego asaltarlos o secuestrar a sus ocupantes. Ni modo, no sería un día épico y nos atuvimos a nuestra primera regla de seguridad: no viajar de noche.
La parte final del recorrido fue la más rápida. Ya conocíamos la carretera y en lo que me pareció poco tiempo estábamos frente a un buen trozo de carne en un restaurante ubicado en la que se considera la zona más segura de Guadalajara. Sin embargo, nos costó mucho trabajo confiar en los vigilantes del estacionamiento de la plaza en la que estábamos, quienes insistían que podíamos dejar las motos cargadas con el equipo y nada malo pasaría. Al final eran tan pocas las ganas y la energía que nos quedaba para buscar otro lugar, que ganó el “tener confianza”. Dejamos todo como estaba y celebramos haber logrado todos los pueblos mágicos de nuestra ruta, sin contratiempos y en una región clasificada como de alta peligrosidad. Regresamos a las motos, todo estaba en su lugar. Los vigilantes no aceptaron propina, sino que nos dijeron que ése era su trabajo y que el sistema de videovigilancia los tenía tan checados que no había forma de que recibieran algo de nuestra parte.
Al regresar a casa, mi principal reflexión fue que, si México no es el país más contrastante del mundo, seguro está en los primeros lugares. Uno puede leer un día en las noticias que Zacatecas es casi una zona de guerra para al día siguiente ir y ver que la gente hace su vida normal y sigue bailando en la calle. Al mismo tiempo, en las zonas consideradas “seguras” como podría pensarse de la autopista México-Querétaro, las cosas son peores que en las terracerías de la sierra. Además, en un momento se puede transitar por una zona repleta de halcones, mediante los cuales el crimen lo sabe y lo controla todo, y horas después llegar a un oasis de seguridad en una gran ciudad —realmente la excepción a la regla, debido a que muy pocas personas tienen acceso a esta clase de protección—.
Pero lo que más me daba vueltas en la cabeza al procesar lo que vivimos en este viaje era el comentario de nuestro guía en Mazatlán sobre cómo pensaba que el Chapo Guzmán les daba paz y seguridad. Porque esto deja ver que ahora existe una convicción profunda (tal vez popular) de que el camino para tener seguridad no pasa por las instituciones del Estado ni por el capital social para construir la paz en nuestras comunidades, sino que se trata de apaciguar a los delincuentes ofreciéndoles la rendición incondicional del gobierno y los ciudadanos. Cosa que sinceramente espero que no sea cierta porque como dijo sir Winston Churchill sobre los apaciguadores que urgían al Reino Unido a buscar la paz con Hitler (a cualquier costo): “Un apaciguador es aquel que alimenta a un cocodrilo con la esperanza de que sea el último en comérselo”. Y con tantos cocodrilos sueltos a lo largo y ancho de nuestro país, la probabilidad de que en breve nos devoren a nosotros o a alguien cercano aumenta cada día.