Era junio y nos encontrábamos de nuevo en la carretera Siglo XXI que interconecta a Puebla en el centro del país, con la Autopista del Sol a la altura del estado de Morelos, la cual continua hacia Acapulco en la costa sur del Pacífico; para cumplir una misión completamente diferente a lo que usualmente hacemos cuando salimos a la ruta. Delante de mí Enrique trataba de manejar la camioneta de la manera más estable posible y en el compartimiento trasero –con la tapa abierta–, Bruno se contorsionaba y buscaba diferentes ángulos para hacer algunas fotografías, al tiempo que se esforzaba para no rodar hacia el pavimento mientras el vehículo estaba en marcha. Un par de metros atrás, yo dirigía a Optimus para atender las solicitudes que el fotógrafo hacía con señas y gritos desde su incómoda posición de trabajo –párate, acércate, acelera, a la izquierda, a la derecha, etc. La escena era en parte cómica, sobre todo por los malabares que Bruno hacía desde la cajuela y en parte interesante porque los dos vehículos y nuestro compacto equipo, enfocado en sacar adelante la producción, llamaban la atención de los demás conductores.
Después de varios años de escribir estas crónicas y de jugar los últimos dos con la idea de agregar los textos en un libro, el proceso para lograrlo se encontraba en la fase final. Luego de un par de meses de proceso editorial y de diseño gráfico, estábamos ahí para tratar de sacar una buena foto para la portada de Vivir la Ruta. Aunque este es mi tercer proyecto editorial y la mayor parte fue escrito de a poco a lo largo de los años, llegar a este punto no dejó de tener sus complicaciones. La principal –que tiene la publicación de cualquier texto– es responder a las preguntas: ¿por qué? y ¿para qué? Las cuales tienen muchas ramificaciones diferentes y formas de ser abordadas. Una cosa que uno no sabe hasta que lo vive, es que para cualquier autor responder a esas dos preguntas puede ser intimidante y difícil. De hecho, ante la imposibilidad para encontrar una respuesta que nos satisfaga y satisfaga a quienes nos rodean: familia, amigos, detractores y editores; es muy fácil que un nuevo libro perezca antes de nacer.
Esto sucede porque la escritura, junto con otros actos creativos, es capaz de romper con el estatus quo, ya que pone frente a uno mismo y los demás, algo que nos puede cambiar y llevar por caminos tan diferentes como: la diversión, el aprendizaje, el descubrimiento, la indignación y la inspiración. Dada esa potencia y riesgo para transformar la realidad, muchas personas –incluidos los autores— piensan que toda nueva obra tiene que ser justificada a priori. En el caso de Vivir la Ruta la cosa no fue diferente. El editor masculló y se quejó durante el proceso de edición pidiendo que respondiera ¿por qué y para qué? –ya que ese es su trabajo, pensar en los lectores y el mercado– y Angie al tratar de recordar todo lo escrito, se preocupó por los temas que podían ser personales para algunos. Por ejemplo, antaño algunos amigos tenían una pareja –mencionada y fotografiada en las crónicas– y hogaño tienen otra.
Afortunadamente ser autor y motociclista tiene similitudes, lo principal es que no se puede salir a la aventura o publicar un libro si no se tiene por lo menos una onza de audacia. Además de la persistencia para hacer algo nuevo que rompa con lo establecido y la capacidad para aceptar los riesgos, consecuencias y beneficios que eso pueda traer a nuestras vidas. Así que mientras Bruno sacaba las fotos y esto significaba terminar el proyecto, de nueva cuenta venían a la cabeza ¿por qué y para qué es Vivir la Ruta?
En este caso las respuestas no son complicadas, pero antes de responderlas es importante decir que existe una gran diferencia entre responder ¿por qué? y ¿para qué? se hacen las cosas. En el caso de ¿por qué? la pregunta mira hacia el pasado y busca el antecedente causal y justificación de la acción, mientras que el ¿para qué? ve hacia el futuro e intención última de las cosas. Así pues, veamos entonces ¿por qué y para qué? es Vivir la Ruta.
En primer lugar –el del ¿por qué?–. Escribir es algo que me divierte, pero cuesta trabajo y requiere de práctica constante para hacer oficio, de manera que las crónicas moteras son un reto y pretexto para ganar experiencia en un terreno en el que el éxito o el fracaso del texto se da sin complicaciones. Cada pieza es juzgada –gusta o disgusta– en el espacio de su propio mérito y no implica una consecuencia política o de negocio. Algunas veces las crónicas fluyen con gran facilidad, pero otras son un quebradero de cabeza, ya que no es fácil encontrar la mejor forma de ilustrar una experiencia o a los personajes con los que me topo –hacer los retratos escritos de Bellato, Magallanes y el Quesos tuvieron su dificultad. De modo que lograr una buena crónica a partir de una mala experiencia, es parte del reto y el encanto de escribir historias.
En segundo lugar –el del ¿para qué?–, requiere una explicación más amplia. Cuando comenzó a masificarse el Internet al final del siglo XX, los que somos pioneros de esta era pensamos que la libertad de comunicación que traería el nuevo medio llevaría a una época dorada de comunicación e intercambio de alta calidad y velocidad. Sin duda la cantidad y velocidad del intercambio crecieron exponencialmente, pero en la parte de la calidad me parece que se ha dado un deterioro muy grande. Es probable que en el futuro nos demos cuenta de que podemos conocer con mayor profundidad y calidad la historia de las últimas dos décadas del siglo XX, que lo ocurrido en las primeras dos del siglo XXI. Para muestra basta un botón. En últimos años he podido conocer diferentes versiones de la historia de la Segunda Guerra Mundial a través de biografías y relatos escritos por protagonistas como Winston Churchill y en esas obras se da cuenta de todo tipo de detalles interesantes que provienen de las cartas, diarios y documentos –escritos de manera contemporánea– por infinidad de personas que le confiaron a la palabra escrita, los más íntimos detalles de su cotidianeidad, ideas y reflexiones. Probablemente porque sabían que con el paso del tiempo los sucesos se degradarían en sus memorias y sus sentimientos y puntos de vista también cambiarían. Y por ello juzgaban necesario documentar su paso por la vida para establecer referencias que les ayudaran a ellos y a otras generaciones, cómo entender el pasado y a moverse en y hacia el futuro.
De hecho, uno de los documentos históricos, que algún día puede ser uno de los más interesantes del siglo XX e inicio del XXI, es el diario inédito de la Reina Isabel II del Reino Unido, el cual comenzó a escribir sin alguna ambición literaria, desde antes de su coronación y todavía crece con cada día de su reinado. Este diario es importante porque abarca desde la Segunda Guerra Mundial, contiene las experiencias de la reina con Winston Churchill cuando fue primer ministro y sus impresiones y opiniones sobre todo tipo de personajes históricos como Donald Trump, pasando por Margaret Thatcher, Ronald Reagan, Helmut Kohl y Mikhail Gorbachev.
Es probable que actualmente las personas escriban más que hace un siglo, pero es improbable que las interminables y reactivas conversaciones que sólo buscan generar “likes” y “followers” en los historiales de Facebook o Whatsapp, sirvan para algo más que para lo que valen en el momento en el que se dan, ya que el modelo de negocio que siguen las grandes plataformas digitales, favorece y se beneficia de un interminable e irreflexivo flujo de palabras, imágenes y video que son desechables. Casi nadie tiene tiempo de leer, escribir o conversar con veracidad y calma sobre algún tema, porque estamos muy ocupados tratando de consumir y reaccionar a toda la chatarra que los medios digitales nos arrojan en la cara. Y paradójicamente no son las plataformas sino los usuarios quienes se encargan de elaborar y diseminar –se arrojan unos a otros—las tormentas de porquería que sepultan la posibilidad de ampliar el diálogo y el entendimiento entre las personas. Por lo que me parece cada vez más importante practicar y fomentar la artesanía del texto de formato largo y vocabulario amplio, que es cuidado por un buen equipo editorial.
Por otro lado, aparte de los cachivaches y bienes que se pueden heredar, la inmensa mayoría de los 2,400 millones de usuarios que actualmente usan Facebook u otras plataformas –casi todos intestados y sin patrimonio–, dejarán como único legado a la generación que les siga, el inconexo mosaico de memes, selfis y reacciones que queden acumulados en sus historiales digitales. De hecho, llama la atención que, de forma reciente, cuando ocurre el deceso de una persona de alguna relevancia nacional o internacional, es frecuente que la noticia se comunique a través de las cuentas personales del difunto, lo que supone que en muchos casos la herencia digital –cruda, fragmentada y descontextualizada–, de inmediato queda en manos del primero que recoge el móvil y conoce la contraseña. Y no es difícil pensar que muchos de esos 2,400 millones de usuarios, no creen que lo que hoy está registrado en sus cuentas de internet y sus teléfonos móviles, es lo mejor de ellos, lo que aprendieron y quisieron comunicar. Pero a falta de otra evidencia, este será el paupérrimo legado de quienes no se involucran en actos creativos que son diferentes a trolear, generar sorpresa y disenso en las redes sociales.
Definitivamente no pienso que para brincar este escollo todos tienen que montar una moto, escribir un libro, hacer una canción o una película –pero ojalá así fuera. Lo que sí creo es que tenemos libertad y agencia para conocer, entender y transformar de alguna manera positiva y creativa el mundo. A pesar de que muchas veces pensamos, a priori, que no tenemos suficiente talento, mérito y razones para intentarlo. Pero nadie tiene que pedir permiso a un editor o adherirse a las condiciones generales de uso de una plataforma digital, para escribir y compartir su propia historia, en la forma de diarios, cartas, ensayos u otro medio de expresión que sea creativo. ¿Hace cuánto que no escribes una carta que valga tanto la pena como para que el destinatario la atesore mientras viva, simplemente por el hecho de que es tuya?
En una dimensión mucho más modesta Vivir la Ruta, cuenta un viejo cuento que no debemos dejar de redescubrir y volver a contar tanto como sea posible en cada familia, clan, pueblo y metrópoli. Y es el relato de cómo gracias al ejercicio de nuestra libertad, es posible explorar y entender el mundo de un modo que nos permite hacernos y transformarnos a nosotros mismos. En esta versión, la historia inicia con un tipo que quiere ser motociclista, pero no sabe cómo y termina cuando después de muchos años el motociclista tiene algo que decir y compartir con sus amigos y familia.
Saludos,
Vini
P.D. Gracias a las bondades de la imprenta digital poco después de la sesión de fotos llegaron a casa los primeros ejemplares impresos de Vivir la Ruta –totalmente vintage pero duradero–, y tuvo como primer lector a Mateo. Cuando terminó de leerlo conversamos. Lo primero que él dijo fue: “me impresionó ver que entre las primeras y las últimas crónicas eres una persona completamente diferente y no puedo explicarlo, pero esto se nota hasta en la forma en la que escribes”. ¿Y qué versión de mi te gusta más? Le pregunté. “La de ahora” contestó, hizo una pausa y remató “también escribes mejor”. Así que sin más “porqués” y “paraqués” seguirán las crónicas y las historias.